Ana María se pasaba semanas cantando la misma canción. Cuando ya estábamos acostumbrados a ella, venía un buen día con un nuevo estribillo en los labios. Al principio yo no percibía sino fragmentos canturreados en voz baja, que cada día se iban haciendo más claros, como una música venida de lejos que escuchábamos de pronto a todas horas, en las casas y en la calle. Las historias que contaba no tenían la consistencia de las cosas de la vida cotidiana. No eran sino palabras que uno se complacía en pronunciar con un aire nuevo, el cual les daba hechura de barco con las velas hinchadas por el viento, expresión espontánea de una alegría que no se podía contener, un aire dirigido al aire. “¡Está de moda!”, decía Ana María riendo. Y la moda era para nosotros esa realidad insistente y ligera que nos envolvía como el calor en verano y el frío en invierno.

Cuando bajé a la hora de la cita, Iván cantaba a voz en grito: “ Flor de estío, bella flor, tu serás siempre mi amor...” . Ana María me esperaba para llevarme con sus hermanos al cine, a ver un documental sobre los glaciares. La película me pareció larga y aburrida. Dejé de prestar atención a las palabras del locutor, en la oscuridad de la sala me sentía aislada de todos. La cámara sobrevolaba desde hacía un rato una inmensa llanura helada. Sin premeditación alguna, mis ojos se fijaron en un pequeño fragmento de nieve, justo antes de que desapareciese de la pantalla, y oí una voz en mí interior pronunciando estas palabras, que expresaban a la vez un deseo, una consigna, la constatación de un hecho cumplido: “Me acordaré siempre de esto.” Seguí mirando las imágenes de nieve que desfilaban ante mí sin poder ahuyentar el pedacito de blanco superpuesto a todo el resto. Blanco sobre blanco. Un fragmento de azar, único e insignificante, arrancado a la nieve para colmar el recuerdo, por capricho de conservar algo mío, sin decírselo a nadie, una imagen que iba a durar tanto como yo, blanco sobre negro, sobre todo el resto.

Una vez en la calle tuve que cerrar los ojos, deslumbrada por la luz:

- ¿Habéis visto la nieve?

- No he visto otra cosa, me respondió Ana María en tono desagradable.

- Es que Juan no ha venido, susurró Nicolás dirigiéndome una mueca.

Iván, que se había quedado junto a su hermana, aceleró el paso para mirarle de frente.

- Allí nunca llega el verano, por eso hay siempre nieve, dijo con un énfasis que daba a sus palabras la amplitud de un descubrimiento.

Me acordé entonces de la nieve, de la llanura inmensa que parecía no tener fin.

- Ana María, ¿tú crees que se puede amar para siempre?

- Siempre se puede amar.

- ¿No quiere decir lo mismo?

- Quiere decir que si tu novio te deja siempre puedes encontrar otro.

- Incluso si te deja puedes acordarte siempre de él.

- Puede ser, pero eso no es amor.

- Pero puedes verle y guardarlo para ti si quieres, basta con pensar en él todos los días.

- Todos los días olvidas algo, es como la nieve, que se derrite poco a poco. Al principio está todo blanco, luego se vuelve tierra mojada y después algo tan ordinario que olvidamos su color.

- Siempre podemos recordar lo blanco. Cierras los ojos y dices: es la nieve que vi aquel día.

- ¿Para qué sirve acordarse de una placa de nieve derretida?

- Sirve para sacarla de lo negro.

Ana María me miró con aire incrédulo. Había cogido a sus dos hermanos de la mano para cruzar la calle. Parecía enfadada. Me puse a pensar en Juan. Cuando estaba con Ana María parecía más rubio que cuando se le veía solo.



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